domingo, 2 de noviembre de 2008

EL ARTE DE MENTIR

Mentimos en el "Padrenuestro" cuando aseguramos que "perdonamos a los que nos ofenden". Ojalá. Pero ni perdonamos ni olvidamos, como cualquier borbón.

En el "Yo, pecador" y en el "Credo" se agazapan incomprensibles hipérboles teológicas que repetimos gracias (de nada) a la fe del carbonero.

Llevamos un Pinocho en el corazón. ¿A quién no le pasó lo del pastorcillo mentiroso que cuando dice la verdad nadie le cree?

Por torcerle el pescuezo al cisne de la verdad, el detector de mentiras se ha convertido en insólito cachivache incorporado a nuestra cotidianidad. Empleadores oficiales y privados lo utilizan para curarse en salud y contratar a los yupis correctos.

Día llegará en que se utilizará en las casas, como cualquier electrodoméstico, para medir el grado de fidelidad de las partes.

El país estupefacto vio cómo el detector irrumpió en la intimidad doméstica a través de un programa chatarra de televisión que invitaba a la gente a confesar sus miserias por unos dólares más.

Con las llamadas mentiras piadosas que llevamos en el disco duro, convertimos la mentira en una de las bellas artes. Mentimos por deporte, inercia, necesidad, coquetería, negocio.

Tangos y boleros, esos eternos "corruptores de mayores", tienen exageraciones culpables de decenas de matrimonios. Y de uno que otro divorcio. ("Mentiras tuyas, tú no me has olvidado", canta Toña la Negra).

Wilde decía que una mujer que no miente no tiene futuro. Las mujeres mienten deliciosamente cuando se maquillan. O cuando acomodan su superávit de kilos entre fajas que promocionan rebajadas en TV. Bueno, los hombres ya no somos tan extraños a esos trucos. La coquetería es demasiado importante para dejárselas a ellas solitas.

Nada más peligroso que las mentiras a medias. Se convierten en mentiras enteras con los ojos azules.

En elecciones, el procerato político de la aldea global miente cuando proclama para ordeñarle votos al constituyente primaria: lean mis labios, no habrá más impuestos.

La palabra de gallero pasó a mejor vida. "Siquiera se murieron los abuelos", celebra un iluminado añorando tiempos en que se honraba la palabra. Le enseñamos a mentir a la prole cuando decimos en su presencia que no estamos si nos llaman por teléfono. Los menudos, perplejos, se preguntan cómo hacen los adultos para no estar, estando.

Hay gente tan mentirosa que no se le puede creer ni lo contrario. Y hay profesionales del embuste que si no te gusta una mentira la cambian por otra. Olvidan que el mentiroso debe tener muy buena memoria.

Despiertos, los maridos niegan la infidelidad. Dormidos, pronuncian en voz alta el nombre de la competencia. Sus esposas interpretan esos sueños y el maridito sale de la epístola como por entre un tubo.

La lotto está produciendo ricos y mentirosos en serie. Somos aquellos que prometemos repartir el acumulado con el pariente o amigo arruinado, la maestra que nos enseñó las vocales, el ancianato que acogerá estos huesitos.

Los cirujanos plásticos mienten con el bisturí. Los meteorólogos, son mentirosos con satélite. Hay que creerles con paraguas debajo del sobaco.

Hay excepciones: María Félix, Ceja de Lujo, no mentía ni siquiera en defensa propia.

"Mentirosos que siempre dicen la verdad", llamaba Jean Cocteau a los poetas. San Pedro mintió tres veces. Eso le valió para convertirse en el primer Papa. Por una exquisita ironía, los Papas que lo sucedieron serían infalibles. La silicona es otra forma de la mentira. Cuando hacen crecer vanguardias y retaguardias de las bellas mienten por partida doble. Hay hojas de vida tan mentirosas que parecen redactadas con silicona. Mark Twain sugería no dejar morir el arte de mentir. Espero haber contribuido en algo al deseo del viejo maestro.

Óscar Domínguez G. escribe desde Colombia. oscardominguezg@etb.net.co

No hay comentarios: